Todos los latinoamericanos tenemos algo de mexicanos

Todos los latinoamericanos tenemos algo de mexicanos. Nos guste o no.

No ha faltado aquel que ha visitado México y al menos ha considerado ir a Acapulco. Pero no exactamente por sus playas, que para eso haya quien prefiera Cancún. Quieren ir porque el Chavo del 8 fue a Acapulco.

Creo, después de algo más de siete años de vivir en México, entender algo mejor el recelo mexicano con Roberto Gómez Bolaños, “Chespirito”. Que su cercanía al poder, a Televisa, a ese sistema de la dictadura perfecta como la bautizó Mario Vargas Llosa. Pero digo entenderla mejor, que no completamente.

Desde que aterricé en el país, a fines de mayo de 2018, le he hablado a casi todo el mexicano con el que me he cruzado sobre el Chavo, el Chapulín y tantos personajes más. Y casi siempre la respuesta ha sido algo displicente. En el mejor de los casos, un “sí, lo vi de niño”.

Pero el Chavo, Chespirito, para nosotros en Perú —y en Colombia y en Venezuela, hasta en Brasil con su Chaves— no es un episodio aislado de la infancia. Chespirito ha estado permanentemente en los ojos de los peruanos a través de la televisión por el último medio siglo. Y no sólo para los niños. Mi abuelo moría de risa viendo cada tarde los episodios del Chavo del 8. Y les estoy hablando de mediados de la década del 2010.

Abuelo nacido en un pueblo algo cercano de Chachapoyas, Amazonas, que se hizo militar y quien me hablaba de Pancho Villa y de los revolucionarios. Y que tenía el disco de vinilo aquel con el que sonaba si Adelita se fuera con otro…

Como muchos, crecí valorando el cine de oro mexicano, que había sido seguramente la puerta al cine de habla hispana de tantos de nuestros padres y abuelos. Que Pedro Infante, que Jorge Negrete, que María Félix, que tantos más.

Y, por supuesto, Cantinflas. Siempre ha habido un imitador vigente de Cantinflas en Perú.

Tengo claro que en la primaria, aunque niños, irrumpió en nuestra conciencia el sonido de Control Machete —Mírame a los ojos, verás lo que soy— y Molotov —dame dame dame dame todo el power…—.

Ni se diga las telenovelas, rosas de guadalupe y rbds.

Hay en Bogotá una avenida donde se paran los mariachis que esperan ser contratados. Como la Plaza Garibaldi de Ciudad de México, pero en territorio colombiano. ¿Y cuántas mamás y abuelas se han muerto en América Latina sin que les canten —muy probablemente mariachis— Amor eterno, de Juan Gabriel?

Entonces. Que recibimos altas dosis de México por vía intravenosa durante décadas. Que de alguna forma aprendimos a ver la realidad, nuestra realidad, también desde esa óptica, desde ese humor, desde esa crítica social. A pensar como mexicanos, de alguna forma.

Y apenas aterrizado en Ciudad de México en 2018, todas esas cosas aprendidas en canciones, películas y telenovelas se hacían muy reales, comenzando por algo tan sencillo como los barrenderos, que entonces parecían usar el mismo uniforme y bote anaranjado que usó Cantinflas en El barrendero, una película de 1982. Color que, es cierto, hoy ha cambiado y pasó por el verde fosforescente para acabar en un controversial guinda.

O cuando me pidieron por primera vez calaverita o me dijeron que si no le doy su navidad. O que las tortas no son un postre aquí, porque el Chavo come tortas de jamón.

Todas estas cosas las entendía. Porque, ya digo, somos de alguna forma mexicanos. Ya lo decía Chavela, nacida en Costa Rica, que un mexicano nace donde le da la rechingada gana.

Así que permítanme sumarme a los festejos de septiembre de esta patria que me ha adoptado tan afectuosamente como uno más de los suyos. ¡Y que viva México!

*Ilustración: David Ramos / Generada con IA (Seedream 4.0, Abacus.AI)

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