En serio. No sé qué pensar.
Vi la cesta tirada sobre la pista muy temprano por la mañana. No es inusual que alguien arroje basura a la acera o la calzada: ocasionalmente hay zapatos viejos, alguna cartera y, claro, botellas. Pero esta cesta era singularmente grande.
Desde adentro se escapaban un oso de peluche y prendas varias, una estampa del Divino Niño, pastillas para problemas estomacales, un disco de Rosy Arango, esmalte de uñas, unos tenis rosa, una cajetilla de cigarrillos, un vaso con algo que el aire ya secó, y una muy pequeña chiva colombiana.
Hurgar —me dice algo muy dentro de mí, entre el pudor y el miedo— sería una afrenta a la privacidad. Observo desde la acera.
No sabía qué pensar. No sé qué pensar. Click, una foto con el teléfono. Click, también se estampa en mi cerebro.
Se dice que si no hay nada bueno que decir, mejor no se dice nada.
Quiero pensar algo bueno. ¿Bueno?
Porque claro, los autos pasan por ahí a —digamos— unos 70 kilómetros por hora. A alguien se le pudo caer la cesta a esa velocidad y, quizás, dejarla atrás.
¿Pero a quién que se le cae el equipaje con objetos importantes no detiene —o pide que detengan— el vehículo para recoger lo que se pueda?
Quizás alguien no se dio cuenta: el bolso estaba mal asegurado, y no supo que cayó hasta mucho más adelante, donde ya era imposible parar o regresar.
Quizás.
O tal vez sean cosas que esa persona no necesitará usar más.
Los autos siguieron pasando, sin importar ni la cesta ni lo que yo deba o no pensar. Una patrulla estatal, lo mismo. Un camión hizo volar por los aires un tenis rosa.
La pequeñísima chiva colombiana aumenta mi incertidumbre.
Quizás estoy dándole demasiadas vueltas a una cesta abandonada en medio de la pista.
¿Qué debo pensar de esto, México?






